(Es largo, pero es una anécdota increible y hermosa).
En abril de 1965 descubrí que estaba embarazada. Anhelaba terriblemente tener un hijo, así que cuando supe que estaba embarazada de Nicholas, me sentí muy emocionada. Abrigaba la fantástica ilusión de que casarme y tener un hijo me ayudaría a poner los pies en el suelo... Parecía como si las cosas estuvieran girando fuera de control. Tenía la premonición de que quizá ésta fuera la última oportunidad. En el horizonte veía turbulencia, desplazamiento... sólo Dios sabe qué siluetas amenazadoras. Estaba decidida a sentar cabeza en una dichosa y monótona vida casera.
Me juré que iba a ser "buena". Casarme con John, tener a mi hijo, dejar de ir de hombre en hombre. Quería escapar como fuera de esa vida azarosa. Pero poco debieron de importarle al destino mis planes porque, el 26 de abril, el mismo Dios se registró en el Hotel Savoy. Bob Dylan llegó a la ciudad con sus gafas Phil Spector, una aureola de cabellos y una hirviente ironía.
En aquellos momentos, Dylan era la persona más enrollada de la tierra. El espíritu de la época corría por él como la electricidad. Era mi héroe existencial, el larguirucho Rimbaud del rock, y no había nadie en este mundo a quien quisiera conocer tanto como a él. Sencillamente, era una fan; lo adoraba.
Yo sabía que el tributo tradicional que las fans femeninas dejan a los pies de las estrellas del pop es sexo. Me sentía increíblemente ambivalente. Me decía a mí misma que estaba embarazada, gracias a Dios, ya punto de casarme... Por otro lado, John aún estaba en Cambridge y tardaría un tiempo en volver. Y ojos que no ven, corazón que no siente... Así que fui a ver al gitano.
Aún no estoy segura de cómo llegué. ¡Quizá fuerzas desconocidas me llevaran en contra de mi voluntad! En cualquier caso, me vi en el Hotel Savoy con la mirada clavada en la puerta de su habitación. Como en el fundido de una película, un minuto antes estaba paseando por Oxford Street y, al minuto siguiente, estaba llamando a una misteriosa puerta azul, temblando de emoción. Por supuesto, con Dylan siempre acabas arrastrada a su mundo de mensajes en clave. Las puertas dejan de ser puertas; adquieren un significado kafkiano. Hay respuestas al otro lado.
Detrás de la puerta azul, había una habitación llena de jóvenes excéntricos, prostitutas, estrellas del pop, camareros con pajarita, cantantes de folk, escritores mercenarios de Fleet Street, managers, rubias y beatniks. A algunos los conocía, como a Mason Hoffenberg, un amigo de John, y a Bobby Neuwirth, al que vi en un rápido viaje a Nueva York el año anterior. Otros me resultaban familiares del Top of the pops o de las cuevas de folk que yo frecuentaba.
Era una película... con subtítulos. Incluso había un equipo de cine, por el amor de Dios, y lo estaban filmando todo. Unas cuantas cabezas me siguieron con su silenciosa cámara mientras cruzaba la habitación. Vi un rincón y quise esfumarme.
Estábamos sentados en el suelo de la habitación de Bob, todos hablando, bebiendo y tocando la guitarra, mientras Bob hacía como si no pasara nada. Entraba y salía de la habitación, se sentaba a teclear en su máquina de escribir, hablaba por teléfono, incluso respondía a preguntas increíblemente estúpidas, pero sólo si le apetecía prestar atención a algo. De lo contrario, podríamos haber sido invisibles.
Yo estaba maravillada por el simple hecho de estar allí, al lado de todos aquellos engagés y bohemios de élite. Mientras tanto, intentaba coger la onda lo más rápido posible. ¿Y de qué se habla en el sanctasanctórum? ¡Del tiempo! Evidentemente, ésa era la conversación de sobremesa de los dioses.
Venían del norte. "Y la lluvia cayó durante dos días sin cesar." Su manera de decirlo parecía casi bíblica. ¿No me había dicho alguien que la lluvia en las canciones de Dylan significaba la memoria? Dylan era tan críptico que todo parecía tener, por lo menos, doble significado. Cuando pedía algo para remover el café, la gente en seguida se miraba dos veces. ¿Querrá decir una cuchara?
Yo me sentía absolutamente abrumada por ese tipo tan frío atiborrado de Metadrina, y no quería meter la pata. Al fin y al cabo, tenía fama de antipático. Mi garganta estaba seca, la mente agarrotada: ¿y si dijera una estupidez? Las puertas del edén se me cerrarían para siempre. Era incapaz de hablar. Me quedé allí sentada intentando parecer hermosa. En cuanto abriera la boca en aquella atmósfera tan enrarecida, pensarían que era una necia. Todos eran tan enrollados, tan devastadoramente enrollados. (También tan jodidamente colgados.) Cada cinco minutos alguien iba al lavabo y salía "hablando idiomas". Les salían chispas. Estaba aterrorizada.
Sabía muy bien lo que pasaba en aquel lavabo, pero nadie me invitaba. Recuerdo que me juré allí mismo que, contra viento y marea entraría en aquel lavabo. Toda aquella historia de "sólo para chicos" me resultaba muy irritante. Me había pasado la mayor parte de mi vida queriendo ser uno de los chicos (¡y acabé entrando en el club de chicos más exclusivo del mundo!).
La única persona con la que pude entablar una conversación fue Allen Ginsberg. Allen me gustó de inmediato. Allen, Dios le bendiga, no es nada frío; todo lo contrario. Fue un gran alivio estar con él en aquellos días, sobre todo porque no estaba tan colgado. Con Allen podías tener una conversación normal, de esas que se mantienen en el salón de una facultad. Este día en concreto, Allen acababa de llegar de Checoslovaquia, donde, según me dijo, lo habían elegido "Rey de Mayo". Después, como explicándome los Actos de Sucesión desde los Beats a Bob, me dijo:
“La primera vez que oí a Dylan fue cuando regresé de Asia en el 63; Charlie Clemel, en Bolinas, me puso 'A hard rain's gonna fall': Pero sabré bien mi canción antes de empezar a cantarla / Y me quedaré en el océano para que todas las almas lo vean. Cuando oí estos versos, me eché a llorar y pensé: "Otra generación, ¡qué alivio! Alguien, un alma, ha surgido de América y lleva la antorcha".
"Conocí a Bob en una fiesta en la Librería Eight Street, y me invitó a ir de gira con é1. Al final no fui, pero, oye, si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, habría ido como un rayo. Lo más probable es que me hubiese invitado a subir al escenario con é1". Pero en 1965 Bob no compartía el escenario con nadie. Ni siquiera con un bardo beat oficial como Allen Ginsberg, ni, por supuesto, con su antigua amante y principal proselitista, Joan Baez, la Lady Madonna del folk. Parece ser que ella acababa de aparecer en la gira y Bob estaba bastante molesto, sentado al fondo de la habitación poniendo malas caras. Normalmente se mostraba cortés con ella; aunque tampoco es que le hablara mucho.
Pero Joan Baez no cogía el mensaje de que las cosas habían cambiado entre ellos (nada difícil de imaginar, dada la naturaleza del mensajero). Su manzana de la discordia era la negativa de Dylan a que Joan subiera al escenario para cantar con é1. Todo eso le resultaba muy duro. Pero, por más preocupada que estuviera, su aspecto era absolutamente hermoso, con su radiante bronceado y sus penetrantes ojos. Comparada con la pálida tez sepulcral del resto del séquito de Dylan, Baez brillaba de salud.
Cantar era su manera de abordar esa delicada situación. Una especie de lamento fúnebre. De vez en cuando, su alto vibrato le ponía a Dylan los nervios de punta y, entonces, él decía algo sarcástico. Ella insistía en cantar sus agudas versiones trémulas de "Here comes the níght" y "Go now". Dylan gemía mientras ella cantaba. La voz de Baez se había convertido en el estandarte de un tipo de canción folk refinada que a él, en aquellos momentos, le repugnaba. En un momento en que Joan estaba dando una nota muy alta, Dylan levantó una botella y dijo con voz cansina: "¡Rómpela!". Ella se rió.
La vibración principal en la habitación emanaba de Bobby Neuwirth, esa especie de intimidante doppelgänger y soi—disant manager de gira de Dylan. Neuwirth, el supremo cortesano del rollo, me había dado mi primer porro el año anterior en Nueva York. Era afable pero tan terrible o más que Dylan. Dylan tenía fama de echar por tierra a la gente, pero, cuando la gente contaba esas historias, en realidad se referían a Neuwirth. Neuwirth y Dylan hacían tal alucinante pas de deux verbal que la gente solía confundirlos. Pero los comentarios más mordaces y los rapapolvos más contundentes venían de Neuwirth. Y cuando Neuwirth se emborrachaba, podía ser mortal. Yo nunca vi el lado malicioso de Dylan, ni la agudeza letal que a menudo se le ha atribuido. Nunca lo vi como alguien tan graciosamente cruel como me parecía que era John Lennon. Dylan era, sencillamente, el absorto centro mercurial de la tormenta, vulnerable y casi como un niño abandonado.
Aparte de Allen, la otra persona que reconocí procedente del mismo planeta que yo era el director de cine Donn Pennebaker (a quien todos llamaban Penny). Estaba haciendo Don’t look back, el primero de los dos documentales que formarían el testamento fílmico de Dylan y consolidarían "La leyenda según Bob".
La habitación zumbaba y crujía con egos de alto voltaje pinchándose unos a otros en la corte del rey Bob. A excepción de Allen y Penny, nadie se molestaba en hacer presentaciones. Un estado de absoluta frialdad prevalecía. Como la escena en "Ballad of a thin man", yo casi esperaba que alguien me echara un hueso. En un momento dado, Baez, a quien yo adoraba, cogió una guitarra y empezó a cantar "As tears go by". Nunca había sonado mejor, ni siquiera por fulana de tal. Me dejó sin aliento. ¡Tan distinta a mi versión!."As tears go by" convertida en canción folk (sonaba igual que sus discos). Cuando se canta así, cae su significado; en vez de ser un pensamiento subjetivo, las palabras se convierten en hermosos artefactos. Es lo que los intérpretes de folk hacen como norma.
Y mientras Baez cantaba, Penny —para entablar conversación— se giró hacia mí y me dijo con su ingenioso acento del oeste: "Jesús, esa canción me suena de algo". Yo me sentía demasiado intimidada como para soltar la menor ironía, así que dije: "¡Oh!, en realidad es una canción que grabé yo". A lo que Penny replicó: "Dios mío, no me había dado cuenta". Entonces alguien dijo: "Claro, tú eres Marianne Faithfull", y yo dije: "¿Lo soy?", y todos se echaron a reír. Creo que fue casi la única cosa divertida que dije en las dos semanas que pasé en el Savoy. Quizá fuera lo único que dije.
Lo más notable de Dylan era su discurso. Fragmentos de un torrente de conciencia mental que uno completaba (o no) como podía. Era la anfetamina. Para mí, era algo absolutamente nuevo. La gente que yo conocía en Londres fumaba hachís y tendía a ensimismarse. Te sentabas en sus habitaciones georgianas de techo alto durante horas en absoluto silencio, a excepción del tocadiscos cual Dios ausente que girara y girara con un mensaje gnómico. Dylan era siempre un oficial sagrado en esas soporíficas sesiones. ¿Qué se podía decir después de escuchar "Visions of Johanna" o "Ballad of a thin man"? Pero aquí la habitación estaba llena de fantásticas imágenes chocando unas con otras. Lo absurdo y lo cómico se balanceaban en el filo de lo genuinamente enigmático y profundo, y todo confluía en una gran broma cósmica.
Lo que la gente veía tan abrasivo en Dylan era su elíptica manera de abordar las cosas. Era un tío absolutamente resbaladizo, y no soportaba fácilmente a los idiotas. Su irritabilidad surgía (sobre todo) con la prensa. Un maestro de la antientrevista, todo Dylan se erizaba ante las preguntas directas. La afectación era sólo su manera de no ponerse grosero. Cuando le preguntaban si se consideraba un poeta, decía:
"Aún no he podido decidir si quiero ser un pagano o un músico. Primero soy uno y, entonces, zas, quiero ser el otro. Eso me vuelve loco".
Día tras día, mientras estuve allí, Dylan iba continuamente a su máquina de escribir y la aporreaba. Durante un tiempo, tuvo uno de esos rollos de papel higiénico inglés ceroso. Tenía el ancho perfecto para las letras de las canciones, decía. Evidentemente, había también algo de hommage a Kerouac. Bob se encorvaba sobre la gran Remington negra, un cigarrillo colgándole a un lado de la boca, la viva imagen del febril genio artístico in fraganti. A mitad de una conversación, salía disparado y escribía una canción, un poema, un nuevo capítulo de su libro, una obra de teatro en un acto. Era maravilloso contemplarle. ¿Cómo lo hace? Juiciosamente, utilizaba esa práctica para pasmo del gallinero al que concedía breves audiencias. ¡El joven Mozart escribiendo de un tirón una sonata ante tus propios ojos! También lo hacía para desconectar. La máquina de seducción y desconexión.
Durante días me dijeron que Bob "estaba trabajando en algo". Yo pregunté en qué (se suponía que tenía que preguntado).
"¡Es un poema épico! Sobre ti."Vaya, qué bien, pensé, ¡él también se ha colgado! Pero nunca se sabe con Bob; lleva su corazón demasiado a flor de piel. Nunca hubo nadie tan seductor como Dylan.
En cuestión de días, había sido ascendida a futura consorte mayor, y parece ser que no tenía rivales. Yo era la elegida, la virgen del sacrificio. La futura esposa de Dylan, Sara Lowndes, estaba por Europa (de cualquier manera, a mí me daba la impresión de que Sara era para Dylan "una chica que conozco de por ahí"). Otra de esas mujeres que seguían a Dylan a todas partes; mujeres cuyas almas (imaginaba yo) habían sido vaciadas hasta la última gota al romper el tabú y copular con el dios, y que ahora estaban condenadas a vagar en procesión fantasmagórica por vestíbulos de hoteles caros: Joan Baez, Suze Rotollo, zombies del Bob místico. Imaginando a esa pobre chica, Sara Lowndes (tal y como la esbozaba el cachondo de Bob), sólo veía a una graduada desaliñada que había escrito un monográfico sobre "The masters of war", lo había conocido en una cueva folk, se había ido a la cama con él y, en consecuencia, ahora era una especie de Adele H. del folk rock, tan terriblemente dañada que sus padres estaban considerando seriamente su ingreso en Payne Whitney.
Por fin una noche, cuando la escena empezó a despoblarse a primeras horas de la madrugada, me encontré a solas con Él, algo que había intentado evitar, sobre todo porque pensaba que no sería capaz de controlar la situación. Dylan se sentó en un cómodo sillón y me miró fijamente tanto rato que creí que iba a fundirme y a evaporarme en el aire cargado de la habitación.
"¿Te gustaría oír mi nuevo disco?", me preguntó. Bringing it all back home. Yo ya lo conocía, claro; lo había comprado durante una gira. Estaba en una extraña ciudad, Scarborough o Blackpool, uno de esos deprimentes lugares de la costa inglesa. Tenía un pequeño tocadiscos en mi habitación del hotel, y la primera canción que puse fue "The gates of eden". Mi guitarrista, Jon Mark, y yo poníamos el disco cada noche después del concierto como una especie de ceremonia. Era uno de mis montajes psíquicos. Lo ponía compulsivamente y reflexionaba. Tenía el presentimiento de que tarde o temprano iba a conocer a Dylan. ¿Acaso no lo tenemos todos? Me enseñó la portada —una fotografía donde él está con Sally Grossman (la esposa de Albert Grossman, su manager)—. Los dos están apoltronados en el salón de Albert, rodeados de montones de revistas y discos colocados con fines simbólicos. "Tienes un aspecto muy sofisticado, Bob", le dije. Pareció gustarle, y fue a poner el disco. Todas esas increíbles canciones en un pequeño gramófono. Después de cada canción, Dylan me preguntaba con su gangueo urbano de los Apalaches:
—¿Entiendes lo que pretendía? ¿Sabes de qué va?
Yo estaba bastante nerviosa. El repetía algunos versos, recalcando determinadas palabras, subrayándolas. ¡Como si eso transmitiera su significado! No sé si era consciente de lo que hacía. Repetía un verso, apoyándose con fuerza en una de las palabras.
Me di cuenta de que así era como cantaba en sus conciertos. Quizá por eso diera lecturas tan obstinadas de sus propias canciones. ¡Quería que la gente las oyera otra vez! De vez en cuando decía algo como respondiendo a una pregunta. Decía: "Sólo son fotos del interior de tu cerebro". O: "Cuando encuentras el tono, hay más dimensiones, como en el cubismo". Las explicaciones eran por lo menos tan enigmáticas como las canciones. Pero yo no estaba allí únicamente como una exegeta. Sabía que había algo más aparte de estar sentada a los pies del maestro, absorbiendo los arcanos de Bob.
Yo adoraba a Dylan como un príncipe de poetas, esperaba que fuera agradable conmigo y le molara (la única palabra posible aquel año), y eso era lo que —milagrosamente— parecía estar ocurriendo. Estaba en el cielo. O lo habría estado si no hubiera sido por todo aquel otro rollo que revoloteaba.
Hasta que cayó sobre mí como un león sobre el rebaño, yo sólo pensaba: "Estoy en el santuario. ¡Una audiencia privada con su Alteza Enrollada! ¡Bob Dylan explicándome sus canciones!". Pero sabía que aquello tenía un precio. Por más oblicua que fuera toda aquella labia impulsada por la Metadrina, ligar era, supongo, lo que se hacía.
Antes de conocerlo, no estaba muy segura de que pudiera encontrarlo atractivo, pero en persona era devastador. Pelo proto-punk, cuero negro Y ¡su habla! No conocía a nadie en Londres así. Todo el mundo fumaba demasiado hachís. Todo ese cascabeleo cerebral era mucho más sexual de lo que me imaginaba, así pues, no es que no me pareciera atractivo: lo encontraba increíblemente atractivo. Siempre me había encantado su energía rizada y tiesa. Su sastrería impecable y abigarrada, las botas españolas, la cofia de Rimbaud, las gafas de drogata. Adoraba todo eso. Lo encontraba tan... amenazante.
Tenía el terrible miedo de que Dylan me viera como la remilgada e ingenua chica de colegio de monjas con fina careta de sofisticación que en realidad yo era. Alguien como Gene Pitney era una proposición mucho más fácil, por lo básica que era. Un hombre que quiere enrollarse. ¡Eso podía hacerla! Pero, alguien tan impresionante como Dylan era espantoso. Como si un dios hubiese bajado del Olimpo y me tentara. Supongo que eso es lo que debió de sentir Leda.
El lado sexual de la vida, sobre todo en presencia del Shekinah, nunca me ha resultado fácil. Es mi ansiedad primitiva. Sentirme tan colmada por alguien y perder mi identidad. Ese horrible horror al sexo + genio + fama + rollo formando un ritual acumulativo. Sentía pánico de evaporarme si todo eso concurría. Estaba colgada entre la feliz adoración y la miserable cobardía. Generalmente, me lanzaba a la miserable cobardía con las dos manos.
Y de pronto, Dylan estaba frustrado, lo habían rechazado. ¿Cómo has podido engañarme así ¿Yo? ¿Engañar? Si ni siquiera sabía qué diablos estaba pasando, ¡ni mucho menos engañar a nadie! Explícitamente, ni siquiera lo había rechazado (eso lo sabía). Pero era como si hubiese transgredido los límites de la hospitalidad del gran hombre. Una divinidad del pop se había ofrecido y yo la había esquivado.
Me quedé allí petrificada mientras él echaba pestes.
—¿Cómo puedes hacerme esto?
—No te estoy haciendo nada, Bob —con mi chaqueta de cuero y mi pelo rubio nunca tendría que haber dicho la verdad: "Estoy embarazada y voy a casarme la próxima semana". Eso ya fue el colmo.
De pronto, Dylan se había convertido en Rumpelstiltskin. Se fue a su máquina de escribir, cogió un fajo de papeles y empezó a romperlos en pedazos más y más pequeños, tras lo cual los dejó caer en la papelera.
—¿Estás satisfecha? —preguntó. Estaba presenciando la rabieta de un genio.
Entonces estalló en furia. Yo estaba clavada a mi silla. Al cabo de un instante, volvió con rabia renovada y me echó.
—¡Fuera!
—¿Perdón?
—Esto es una habitación privada. ¡Desaparece! ¡Ya!
Lo más triste era que ya nunca podría leer ese poema. Quizá haya roto las páginas, razoné, pero ¿ha roto los pensamientos? ¿Acaso esos pensamientos no podrían acabar en canciones?
Pero claro, suyo es el clásico y pícaro cebo del poeta con las chicas. Mick siempre andaba diciendo: "¡Oh, sí! Aquélla era sobre ti, cariño. Es tu canción, nena". ¿Qué puede ser más adulador?
Una de las cosas más curiosas cuando hablas con Allen Ginsberg —y una provechosa lección para todos— es que Allen piensa que casi todas las canciones de Dylan tratan sobre él. Bueno, yo nunca digo nada. Guardo silencio. "Sí, estoy segura de que ésa sí, Allen." Es muy dulce, ¿no? Y hay una que realmente trata sobre Allen: "Just like a woman".
Una semana después de que dejara la habitación del hotel en lágrimas, la no tan fantasmagórica Sara Lowndes, la futura señora Dylan, llegó. El parecía muy satisfecho. ¿Se prometen los poetas simbolistas? Cuando Sara llegó de París, recuerdo que pensé: "Oh, podría haber sido todo muy distinto". Pero su presencia no iba a disuadirme, así que volví a aparecer por el Savoy. No estaba dispuesta a desaparecer de la faz de la tierra, ¡sobre todo si me lo pedían! De cualquier manera, quería ver cómo era Sara. Se comportaba como una esposa, y Dylan, como "la víctima de su pasión". Lejos de ser la encaprichada aparición prerrafaelista, Sara era tan sólida como el mármol. Sara no hablaba mucho; no le hacía falta.
Cuando Sara llegó, la escena de excéntricos jóvenes drogatas se enfrió un poco, pero no demasiado. Dylan se movía básicamente igual con Sara o sin ella.
A Dylan le intrigaba Donovan. En ciertas ocasiones, cuando creía que nadie le miraba, ponía el "To catch the wind" de Donovan. Creo que a Dylan le gustaba la letra, y aunque todos decían que la melodía era un plagio de "Chimes of freedom", de Dylan, a Bob no le importaba. Una tarde decidió hablar sobre Donovan.
—Hay un cantante de folk poeta —le dijo a Ginsberg—. Tienes que oírlo, tío: Donovan.
—¿De verdad crees que se entera? —era la manera de hablar de Allen, expresiones un poco pasadas de moda del mundo universitario.
—Tío, tiene Genio Poético —con mayúsculas—. Quiero que lo conozcas y me digas si es un poeta o Charlie Chaplin —Allen iba a ser la prueba del tornasol.
Durante días tuvo lugar todo aquel machaque de la prensa: "¿Es Donovan el Dylan inglés?". Se lo debieron de pasar en grande. Así que la noche en que Donovan iba a aparecer, Dylan decidió gastarle una broma.
Todos habían ido a un montaje promocional y se habían puesto unos antifaces. Y Dylan dijo: "Vamos a ponérnoslos cuando llegue. Tío, vamos a despistarle". Así que todos nos pusimos los antifaces.
Neuwirth abre la puerta, y entonces aquella cabecita rizada se asoma y, después, tres o cuatro más, con barbas, pelo largo y zamarras; el séquito de Donovan. Una pandilla muy seria. Donovan entró reluciente. Era muy dulce, una especie de duendecillo alegre. Nada que ver con Bob. Donovan trató de ignorar los antifaces, hizo como si no los viera. Debió de pensar que todo aquello era un poco raro, pero, evidentemente, no podía dar muestras de asombro. Estaba en la corte del rey y él no iba a estropearlo. Quizá pensara que era una de las excentricidades de Dylan. Quizá Dylan y su gente fueran así. Después de cenar se ponían antifaces. ¡Claro! Era perfectamente creíble. En aquellos días se podía esperar todo de Dylan.
Donovan se sentó en el suelo como todos los demás. Penny estaba impaciente por filmar aquello y cogió su cámara. Pero Dylan le hizo una señal: "No, no, no, ahora no, tío", y entonces Bob dijo: "Bueno, Donovan, ¿no vas a cantamos algo?".
Donovan desenfundó su guitarra y empezó a tocar. Nunca lo olvidaré. Oh, Dios, fue una de las escenas más embarazosamente cómicas que he presenciado en mi vida, porque lo que Donovan tocaba era "Tambourine man". Era exactamente la melodía de "Tambourine man", ¡pero Donovan le había puesto otra letra! Era: Oh, mi querida de ojos de mandarina... Poco más recuerdo. Una canción que, estoy convencida, nunca ha vuelto a cantar. Hacia la mitad de la canción, una sonrisa torcida apareció en el rostro de Bob. Neuwirth, en el rincón, estaba partiéndose de risa. Casi todos en la habitación intentábamos mantenemos impávidos, pues, aparte de Donovan y Gypsy Dave, conocíamos muy bien la canción. "Tambourine man" estaba en Bringing it all back home.
Donovan siguió cantando: Mi querida chica de ojos de mandarina, ¿querrás pasear conmigo por mi carretera de arco iris. . .? Era tan evidente lo que estaba ocurriendo que, por un momento, uno podía pensar que Donovan nos estaba tomando el pelo. Pero esa posibilidad se desvaneció rápidamente. Donovan era incapaz de tomarle el pelo a nadie.
El suspense era una tortura para los nervios y, al final, Dylan le puso fin.
—No tienes que cantar más —dijo.
Un poco desconcertado, Donovan dejó de tocar.
—¿Sabes? —dijo Dylan con una perfecta pausa aforística—, no siempre me han acusado de escribir mis propias canciones. Pero ésta sí que la escribí yo.
Donovan se quedó de piedra, mudo. Oh, Dios mío, qué horror. El pobre tío casi se muere. Unos años después, Penny dijo a propósito del incidente: "Hay una canción que el pobre tío tuvo que tachar de su cancionero. ¡No volverá a cantarla en su vida! Aunque era una canción muy bonita".
A modo de explicación, Donovan dijo: "Bueno, no lo sabía, tío.
La oí... oye, en alguna parte, creo que fue en un festival. Y pensé que era una vieja canción folk".
Y Dylan dijo: "No, no es una vieja canción folk, todavía".
Entonces, uno de los gnomos que había venido con Donovan debió de oír la frase vieja canción folk y, como complaciendo la petición, cogió la guitarra. Era un cantante de folk irlandés de un estilo muy concreto. Cantaba canciones sobre noches en los trigales, las salmueras, la poesía de la turba y cosas de ésas. Canciones tradicionales que a mí me encantaban, pero para eso estaban los festivales de folk.
Supongo que debía de creer que Dylan era un cantante de folk, o que todavía era un cantante de folk. No se había enterado de que había un nuevo Bob. Aparte de Joan Baez, allí nadie cantaba canciones de folk. Era algo pasado. La música country era lo último que podía apasionar a Dylan o a Neuwirth. Como soltó Neuwirth tan encantadoramente: "La música country es la última mierda jodida que nos han dejado para quitar".
El cantante de folk zumbó y zumbó y Dylan estaba muy aburrido. Siempre podía calibrarse el grado de aburrimiento de Dylan. Tenía que ver con lo rápido que movía su pie izquierdo. Cuando se movía muy rápido, sabías que estaba interesado, cuando el ritmo disminuía, sabías que lo estabas perdiendo, pero cuando se quedaba colgando, significaba que su cerebro se estaba durmiendo. Nunca dormía públicamente. Desconectaba y se iba a otra parte.
Por muy enrollado que pareciera, Dylan era joven y todavía muy ingenuo en muchos sentidos. Había leído mucho, pero era selectivo. Estaba obsesionado con algunos poetas. Rimbaud, Villon.
Oscuros escritores como Lautréamont le fascinaban. Pero también había otros, como por ejemplo Wallace Stevens, o Víctor Hugo, de los que nunca había oído hablar. Para Bob, la historia era una serie de rayos de luz cegadores. El pasado era un bloque condensado, las capas estrechamente comprimidas en lo alto, de modo que gente tan distinta como Shakespeare o Thomas Hardy parecían contemporáneos.
Sus declaraciones tenían una extraña lógica espiral. Cuanto más pensaba en alguno de sus comentarios, por ejemplo: "Si las palabras riman, significan lo mismo", más sentido tenían de una manera arcaica, pre-letrada. Era su razonamiento poético sobre la etimología de las palabras. Muchas de las cosas que decía eran absolutamente espontáneas. Por lo general daba bastante en el blanco, pero a veces se cogía a sí mismo en falta. Una tarde estaba intentando explicar su novela —la hasta hoy inédita Tarántula—, a una periodista diciéndole que la había escrito utilizando la técnica del tijeretazo de William Burroughs y Brion Gysin. Al principio la mujer se sintió intrigada.
—Oh, ¿cómo es eso? —le preguntó— ¿Es una teoría literaria? Evidentemente nunca había oído hablar de ello, así que Dylan empezó a explicárselo utilizando una copia del Daily Telegraph y unas tijeras. Pero en cuanto empezó a juntar los recortes del periódico, estaba claro que era la primera vez que lo hacía. Intentaba imaginar cómo se hacía, sobre la marcha.
Para cambiar de tema, Dylan se giró hacia mí y me preguntó: "Así pues, ¿quién es ese tío con el que vas a casarte? ¿Qué hace?" y yo dije: "Es un poeta".
—¡Es un poeta! ¿Tiene licencia? ¿Qué clase de poesilla escribe? ¿Es un poeta como Smokey Robinson, o como Jeremías, o Cassius Clay? ¿Sabe escribir poemas sobre llaves inglesas, despertadores atómicos y tías negras gordas?
—No, no exactamente, es más...
—Ya, no es un poeta, no puede serio si no escribe sobre cosas de ésas, porque...
Empezó un discurso rimbombante sobre el pobre John. Mientras tanto, John estaba esperándome en la puerta del Savoy, bajo la lluvia.
Así que dije: "¿Por qué no se lo preguntas a él, está ahí abajo".
Todo el mundo se fue a la ventana para ver quién era la razón de mis calabazas a Bob Dylan. Hicieron un montón de comentarios. Riendo y discutiendo sobre lo que podían hacer con mi John: "Bueno, ¿por qué no le tiramos una botella a la cabeza?" y tonterías de ésas.
Finalmente, Dylan conoció a John. Rory McEwan daba una fiesta en honor a Dylan. McEwan era un cantante de folk y amigo de John. Tenía una hermosa casa y fue una fiesta maravillosa. John bajó de Cambridge con sus gafas de concha, su chaqueta de tweed y un ejemplar del Guardian en el bolsillo. Era el momento que Dylan había estado esperando, así que dijo: "Diablos, no es más que un maldito estudiante. ¿Para qué vas a casarte con un estudiante? Conozco a los de su clase, va a ser el eterno estudiante". Se suponía que era un comentario altruista por su parte.
"Pero, Bob, es que quiero casarme con un estudiante. Le amo".
Empezó otra táctica. "¿Cómo puedes tomarte en serio a un tío que lleva gafas? Sólo los empresarios de pompas fúnebres, los profesores universitarios, las abuelas y la gente que no puede ver lo que tiene delante de las narices lleva gafas. Es un pelma intelectual, es la peor clase de pelma que existe." Con la solemnidad de un tío carnal, Dylan me dijo que iba a cometer un grave error casándome con John. Quizá fuera sincero, pero yo pensaba que sólo quería acostarse conmigo.
Por fin llegó la noche del concierto en el Albert Hall. Yo tenía que llevar un acompañante, ya que Sara había llegado, y Dylan me asignó a Allen Ginsberg. Allen estaba encantado con todo el evento, pensando en voz alta hasta qué punto se merecía su buena suerte: "Oh, Dios, esto sí que es buena vida. Una rubia preciosa como pareja, una entrada gratis para el concierto en el feliz Londres y una limusina esperándonos".
Flash de la llegada a la entrada posterior del Albert Hall. Entramos y nos separamos. Así es como lo recuerdo. Nos sentamos en el anfiteatro, piso principal. Creo que fue la primera vez que vi a Anita Pallenberg y a Brian Jones juntos. Daban vueltas por el Albert Hall, en ácido, y con sus fajines, sus sedas y sus plumas, parecían almas transformadas en simulados personajes humanos que hubieran salido de un cuento de Charles Perrault.
A Dylan siempre lo había visto muy tenso, pero aquella noche estaba al límite. Tenía los nervios casi a flor de piel. Cuando volvió al año siguiente con The Band, era una persona completamente distinta.
Estaba muy contento, dando saltos de alegría. Tuvo que ser una lata, estar allí solo con su guitarra acústica, gimiendo las canciones. Sobre todo en Inglaterra, donde todos los músicos que conocía estaban en grupos. Era su fascinación por la escena rock británica lo que le había traído a Inglaterra. Los Animals, Manfred Mann, los Bluesbreakers, los Pretty Things, los Beatles, los Stones. Todo ese montaje de "club de chicos" que hace la vida divertida.
Después del concierto, volvimos al hotel. Estábamos apiñados en la suite de Albert Grossman, con toda su corte. Ya no había la menor duda de quién era el príncipe coronado del rock; era Bob. Los Animals y los Stones fueron a verle, serios chicos malos que querían presentar sus respetos y se sentaron dócilmente en el sofá mientras el loco delfín entraba y salía hablando del Apocalipsis y Pensacola. Y ahora, para dar el toque de confirmación, los Beatles llegaban para rendirle homenaje.
Aunque yo ya conocía a John y a Paul bastante bien, ver a "los Beatles" en grupo siempre había resultado bastante difícil. Además de su fama olímpica, estaba su chinchante jerga de Liverpool. Siempre se metían con alguien. También entre ellos, pero sobre todo con la gente. Cualquier nuevo personaje que entrara en el círculo tenía que estar preparado para soportar un terrible acoso de abuso verbal y ondas vudú. Nunca podías saber si estaban poniéndote a prueba, dejándote en ridículo o simplemente ignorándote.
Dylan fue a la habitación donde los Beatles estaban triturados en un sofá, fantásticamente nerviosos (por una vez). Lennon, Ringo, George, Paul y uno o dos roadies. Nadie decía nada. Esperaban que hablara el oráculo. Pero Dylan se sentó y los miró como si fueran completos desconocidos en una estación de tren. Y no es que aquello fuera precisamente un duelo de frialdad; todos eran demasiado jóvenes para ser auténticamente fríos. Como adolescentes, tenían miedo de lo que los otros pudieran pensar, y se limitaron a quedarse como estatuas en mutua compañía.
Neuwirth cruzó la habitación haciendo equilibrios con un globo en su dedo meñique. Todas las cabezas se giraron mientras pasaba, como si fuera Wimbledon. Era una imagen muy divertida, todos aquellos millonarios sentados en círculo viendo a Neuwirth hacer aquella tontería con un globo. Mirando cualquier cosa como niños en un circo. Pensé: "Dios, ¿cómo he podido pensar que estos chiquillos asustados fueran dioses?".
Entonces entró Allen Ginsberg. El silencio se hizo más profundo. Por el simple hecho de entrar en la habitación, Allen se estaba exponiendo abiertamente al ridículo, pero a él le daba igual. En vez de tratar de proteger su dignidad, deliberadamente se hizo a sí mismo el blanco de las miradas. Fue hacia donde Dylan estaba sentado y pesadamente se dejó caer en el brazo del sillón. Al principio nadie reaccionó, pero súbitamente la habitación se erizó de hostilidad contra Allen. La tensión subió y subió, y entonces John Lennon rompió el silencio gruñendo:
—¿Por qué no te sientas un poco más cerca, cariño?
Evidentemente, la insinuación de que estuviera aplastando a Dylan pretendía cargarse a Allen, pero, puesto que estaba muy lejos de la verdad, Allen se lo tomó muy a la ligera. En realidad, eran ellos las víctimas de la broma. Se echó a reír, se cayó del brazo del sillón y fue a parar sobre las rodillas de Lennon, que estaba en el sofá con su esposa, Cynthia. Allen le miró y dijo: "Joven, ¿has leído a William Blake?". Y Lennon, con su inexpresivo acento de Liverpool, dijo: "Nunca he oído hablar de ese tío".
Cynthia, que no estaba dispuesta a que Allen se saliera con la suya, aunque aquello fuese una broma, le reprendió: "Oh, John, no digas mentiras".
Eso rompió el hielo.
"Un concierto maravilloso, tío", dijo Lennon como de pasada.
Entonces Dylan, que se balanceaba hipnóticamente hacia adelante y atrás en su sillón, dijo: "No les ha molado “It's all right, Ma”.
"Quizá no la captaron", dijo John. "Oye, es el precio de ir por delante de tu tiempo.
A lo que Dylan repuso: "Bien, pero sólo llevo veinte minutos de ventaja, así que no llegaré lejos".
En realidad, Dylan no prestaba mucha atención a los Beatles, a excepción de Lennon. A John lo adoraba, así que enrollarse con John siempre estaba bien. Pero Paul tuvo un recibimiento muy frío. Vi entrar a Paul con el vinilo de una canción que había compuesto. Era algo bastante adelantado a su tiempo, con rollos electrónicos y cosas distorsionadas, de modo que Paul estaba muy orgulloso. Ansioso, lo puso en el tocadiscos, dio un paso atrás expectante, pero, entonces, Dylan se levantó y salió de la habitación. Fue increíble. La expresión del rostro de Paul no tenía precio. Y fue igual con los Stones. Se sentaron en el sofá con su pelo revuelto, como pequeños osos de peluche devorando la habitación, y él apenas los miró. Dylan fue muy raro con ellos. Sencillamente, hizo como si no estuvieran.
Me casé con John Dunbar en mayo de 1965 en Cambridge. Yo tenía 18 años y él 22. Paseamos por los campos de Cambridge cogiendo flores. Me había echado a llorar porque había olvidado el ramo y John salió a coger un gran ramillete de luminosas flores de espino y me lo dio. Tenían grandes y largas espinas negras. Fue todo maravilloso y encantador. Pero, como demostraría el tiempo, fue una magia equivocada. Muy mala suerte, ¿sabes? Las flores de espino son de Pan y están embrujadas. Serían las flores adecuadas para adornar a mi madre en su ataúd, pero no eran las adecuadas para casarme. De cualquier modo, las flores eran preciosas (aunque no propicias) y fue un día glorioso. John estaba maravilloso, a pesar de lo que Bob Dylan dijera de él. Punto.
El Cambridge Evening News publicó una pequeña nota sobre nosotros. La recuerdo porque era muy tonta: "Marianne seguirá cantando, dice John". Todo suena tan ridículo en los periódicos, pero estoy segura de que John lo dijo. Tenía la gallina de los huevos de oro, y lo sabía. No tendría que trabajar. Bueno, es la ambición de cualquier bohemio que se precie, ¿no?
Y después, el l0 de noviembre de 1965, nació la luz de mi vida. Miré a Nicholas y decidí que quizá sí que hubiera un Dios. Me preguntaba cómo algo tan puro podía venir a un mundo tan cruel e imperfecto. Nicholas me miró con los ojos de un alma muy vieja. El tenía la respuesta, pero no la decía.
(...)
Dylan volvió a entrar en mi vida en el verano de 1979, poco después de que saliera Broken English. El álbum parecía haber despertado su interés, y Dylan había empezado a preguntar por mí. Lástima, porque acababa de casarme otra vez —ahora con Ben Brierly (con quien había adquirido uno de aquellos absurdos compromisos)—. Me caso cuando no sé qué hacer. Son cosas de mi pánico. Todo vuela sin control y entonces: "¡Aaaaghhh!". Dylan también tenía problemas. Estaba el divorcio con Sara, la mala prensa de su película Renaldo & Clara, y lo habían echado de su casa de Malibú. Estaba fastidiado y deprimido. En momentos así, los breves períodos de gloria en la vida de uno siempre parecen muy seductores.
(...)
Dylan siempre guardó una foto mía en la que tenía unos diecisiete años, y me la enseñó. Era una foto, totalmente doblada y manoseada, donde estaba frente a un autobús, probablemente de alguna gira.
Nos sentamos en el suelo frente al fuego, cogió mis manos y me dijo:
"Creía que no volvería a verte nunca más".
(...)
Dylan quería saber cómo había conseguido salir de mi muro para volver a hacer discos. Incluso para Dylan, eso no es tan simple: uno no entra en un estudio de grabación, después de haber vivido en unas ruinas, y empieza a preparar un disco.
Así que empecé a contarle mi historia:
—Conocí a un tío y me fui a la India, viví en el sótano de Madame Curie durante un tiempo, y entonces tuve un hit en Irlanda, formé una banda y un día recibí un poema por correo y al leerlo supe que era una canción que tenía que cantar.
Aquello empezaba a sonar como una de las serpentinas narraciones de Dylan: "Fui a Italia, heredé un millón de dólares...".
Al final de aquella noche sumamente encantadora, Dylan me dijo:
"Si alguna vez me necesitas, o si alguna vez, si yo pudiera escribirte esa carta otra vez...".
Lo dijo como si fuera un verso de sus canciones...
4 comentarios:
La neta todavia no la leo, pero prometo regresar mañana en la mañana para dedicarle tiempo y leer este post completo.
Saludos
QUE HUEVA!!!!! DE MENPS LE HUBIERAS PUESTO COLOR A LAS LETRAS PARA HACERLO MENOS ABURRIDO....GUACALA!!!
Que chingona historia, me identifique con el ataque de rabia cuando rompe la carta/poema. Creo que por eso merezco poderme plagiar la ultima frase sin remordimiento de conciencia, ¿no?
Al fin lo lei! Por fin despues de varias horas e intentos fallidos, pero ha valido completamente la pena y agradezco que no haya puesto color a las letras, habria perdido mucho de su toque. Excelente post... cuantos pensamientos.
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