Una mañana durante la gira me despierto en St. Louis con el timbre del teléfono. Me entero de que nuestro amigo Elliott Smith ha muerto en Echo Park.
La primera vez que vi a Elliott, en 1996, salí del cuarto, agarré a un amigo común del brazo y le dije: «ese tipo me preocupa». Era alguien encantador, muy callado, aparentemente desprovisto de una armadura con la cual protegerse, y que iba creciendo en el negocio de la música: mal sitio para los desvalidos, al parecer. En comparación con él, me sentía fuerte y seguro, y eso ya es decir algo.
Recuerdo que una de las últimas veces que lo vi estaba sentado en el sofá de la oficina de Largo, el club de Los Ángeles en el que Elliott y yo tocábamos a menudo. Lisa Germano nos estaba contando a Elliott y a mí una historia sobre algo que le había pasado recientemente. Flanagan, el propietario de Largo, tenía un perrito lanudo llamado Seamus que acababa de saltar al sofá y se había colado detrás de Lisa. Mientras ella explica su historia, Seamus apoyaba las patas delanteras en los hombros de Lisa y se puso a frotarse contra su espalda, pero Lisa parecía no darse cuenta y seguía contando la historia. Flanagan y yo nos reímos tanto que se nos saltaban las lágrimas, pero Elliott se le acercó aun más, intentando dejar que terminara con dignidad su historia, pese a que tuviera a un perro blanco montado en la espalda bombeándola.
Esa misma noche subo para tocar unas cuantas canciones. Termino con la favorita de George Bush «It’s a Motherfucker» y abandono el escenario. Justo cuando arranca la música del club siento una mano que se apoya en mi espalda. Me giro y veo a Elliott frente a mí en la oscuridad. «Bonita canción», me dice. Si alguien sabe de verdad lo que es sufrir una putada, ese es Elliott.
Acabó encontrando la manera de protegerse, y con los años su personalidad cambió por completo a consecuencia de las drogas que se metía. Empecé a oír historias sobre él: compraba compulsivamente cámaras desechables para poder fotografiar un coche del que estaba convencido que le perseguía. Una noche Elliott me dio su nuevo número de teléfono y me dijo que le gustaría quedar para tocar la guitarra y ver qué pasaba, y la verdad es que sí quería, pero pospuse demasiado tiempo la llamada. Cuando se metió en aquella fase oscura, yo me asusté demasiado y no quise estar a su lado. Creo que para entonces él y mi hermana Liz tenían mucho en común, y yo ya había sufrido bastante. Lo siento, Elliott…
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-Fragmento del capítulo Rock Hard Times,
de Cosas que los Nietos Deberían Saber.
Escrito por Mark Oliver Everett
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