viernes, julio 20, 2007

Funeral

Estoy en una funeraria de Pensiones del Estado. Es como una especie de hospital. Con muertos en lugar de enfermos. Una sala común, atiborrada de gente, sentadas de luto sobre muebles de piel, falsa piel, piel sintética. Rodeados de puertas, en cada puerta una capilla con un cuerpo.

Un muerto, dos muertos, tres muertos, cuatro muertos, cinco muertos, seis muertos, siete muertos, ocho muertos. Segundo piso. Nueve muertos, diez muertos, once muertos, demasiada gente.

A la salida un señor en un banco, inmóvil como piedra (¿lo construyeron junto con el edificio? al menos cargan la misma cantidad de arrugas), atiende un puesto de dulces y chucherías, kits de supervivencia para el duelo promedio: Dulces, café, goma de mascar, revistas de chismes y de política, que a final de cuentas son lo mismo, kleenex, rosarios, cigarros, calmantes.

La pizarra de la entrada le llama a cada luto "cortejo"... evitando cualquier palabra que tenga que ver con "eso", como para aparentar que en realidad aquí sólo festejan bodas.


Las damas de honor son las viudas.

La abuela llega a la capilla. Toda su descendencia va sobre ella, no está mal, no está enferma no le sucede nada, no necesita una almohada, no quiere sentarse, ¿Para qué desearía agua si ya lleva una botella?
Se desviven en atenciones como si su presencia ahí les recordara que no siempre estará. Que la vida es corta como dices tú, y que cuando ella ya no esté dejará un hueco tan grande que tal vez nos derrumbe a todos.

Llega el gran momento, dar las condolencias y ir hacia el féretro, encarar al muerto.

Mirar un cadáver es igual que mirar un ataúd sin nadie adentro...
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