lunes, enero 21, 2008

Razones para ir a ver a Bob Dylan por Jaime Almeida

Publicado originalmente aquí.

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Uno de los momentos en que más fuerte he tenido la incómoda sensación que popularmente se conoce como “pena ajena” lo padecí el día primero de marzo de 1991, cuando el notable poeta del rock Bob Dylan se presentó en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México. Esa noche, un gran sector del público asistente al concierto —completamente ignorante de la importancia y trascendencia de Dylan— lo recibió fríamente y casi lo sacó del escenario entre abucheos, gritos y burlas. Fue algo muy triste y vergonzoso. Déjeme que le cuente.

El espectáculo abrió con la actuación del grupo chicano Los Lobos, que había alcanzado gran notoriedad después de que, en 1987, con la grabación de un cover de “La Bamba”, se colocó entre los primeros lugares de popularidad y participó en la película biográfica del guitarrista y cantante Ritchie Valens. El quinteto angelino desarrolló su set de forma magistral, interpretando temas que fusionaban el rock con el blues, el tex-mex, el country y un soul latino lleno de originalidad. El público del Palacio estaba feliz, dejándose llevar por el ritmo y la gran sonoridad de la banda.

Cuando Los Lobos terminaron su actuación las luces del escenario se apagaron. De pronto, sin previo aviso, apareció la delgada figura de Bob Dylan iluminada por un faro buscador. Vestido de negro, luciendo un curioso sombrerito, portando una guitarra, el más legendario compositor del folk rock empezó a cantar. Con esa extraña voz que le caracteriza, Bob entonó su composición “Maggie’s Farm”, un himno para toda persona sensible que de pronto se encuentra conviviendo al lado de gente profundamente rara y tiene la sensatez de alejarse. De inmediato, el estado de ánimo que se sentía en Palacio de los Deportes se transformó, pasando de la euforia al desconcierto. Las frases de la canción en inglés, farfulladas entre dientes, resultaron demasiado áridas para el público que puso cara de what? A partir de ahí las cosas fueron de peor en pésimo, hasta que el legendario compositor y su banda se cansaron de estar aguantando chiflidos, mentadas e insultos.

Han pasado ya diecisiete años desde aquella primera visita de Dylan a nuestro país. Yo pensé que después de esa triste experiencia Bob nunca desearía volver a cantar ante nosotros. Pero me equivoqué, y en unas cuantas semanas más el legendario artista estará otra vez aquí para presentarse ante una nueva generación que, tal vez, sabrá apreciar más su estilo y su arte.

Dylan no es un artista que puede ser comprendido a las primeras de cambio. Uno tiene que sumergirse en su cosmovisión y apreciar cómo ésta se proyecta para incluir las más diversas expresiones musicales estadunidenses, desde el swing y las baladas folklóricas hasta el blues y el country. Pero lo más importante de su obra está en sus letras: un acervo que, en su conjunto, ha sido considerado como una de las aportaciones más ricas al arte de la poesía universal de las últimas décadas. Es por esa genial capacidad para ser “austero en las formas y profundo en los mensajes” que Dylan ha sido nominado varias veces al Premio Nobel de Literatura, y el 13 de junio de 2007 le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. En esa ocasión, el presidente del jurado, José Lladó, señaló que Dylan conjuga “la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”. Su obra, añadió, es “fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos”.

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Así, debe comprenderse que los conciertos de Bob Dylan son una experiencia en la que el valor de la palabra adquiere una importancia fundamental. Las personas que asisten a ellos con la expectativa de presenciar un espectáculo lleno de colorido, virtuosismo instrumental o parafernalia escénica, sin saber que es una fiesta del intelecto y la razón, casi siempre salen frustradas.

Entonces, ¿por qué debería uno gastarse una buena lana para ir a ver a Bob Dylan en vivo, aun cuando es difícil entenderle lo que canta?

Porque todavía tiene una gran vitalidad y sorpresivamente se muestra más humano que nunca. Entre los pocos gigantes de su generación que todavía están grabando y haciendo conciertos, sólo Neil Young y Bruce Springsteen se le acercan en su determinación artística y en su resistencia para andar en giras. Ni siquiera David Bowie ha logrado conservar una mística comparable. Paul McCartney, Elton John, Lou Reed, Stevie Wonder, Eric Clapton, Fleetwood Mac, lo que queda de los Who, Pink Floyd, y hasta Rod Stewart son, en el mejor de los casos, profesionales; y en el peor, son simples vendedores de la nostalgia muy bien pagados. Siempre da gusto cuando Paul o Elton nos sorprenden con alguna chispa de inspiración creativa porque sus carreras se han ido aletargando con el paso de los años. Pero Dylan es otra cosa: se toma su tiempo para armar una nueva obra maestra multidimensional y nos deja maravillados al pensar cómo puede hacerlo, manteniendo siempre un nivel tan elevado.

Mientras que los temas de Pete Townshend sirven para presentar los episodios de “CSI” y Slash hace comerciales para automóviles, Dylan entra a iTunes en modo de vaquero sombrío cantando “Thunder on the mountain” como algo moderno, poco usual y abriendo nueva brecha. También, Bob ha estado muy activo en la publicación de Chronicles, su autobiografía, en la que dice mucho más de lo que antes se sabía de él.

Además, su excéntrico programa de radio titulado Theme Time Radio Hour, que se transmite por el sistema satelital XM, fue uno de los más aclamados durante el año pasado. La emisión le ha dado la oportunidad de explorar una inesperada variedad de temas y ha sido un medio para que su personalidad —tradicionalmente íntima y reservada— pueda abrirse un poco a través de recuerdos personales y la transmisión de música llena de connotaciones culturales y sociales.

Y a todo hay que sumarle la composición de algunas de las canciones más emotivas, perceptivas y chistosas que ha escrito en su carrera, dando la impresión de que el artista se ha apropiado del corazón de un joven de 25 años de edad.

Porque todavía puede cantar, pero ¿por cuánto tiempo? No voy a negar que, en muchas ocasiones, he opinado que, en sus actuaciones en vivo, Dylan canta de forma ininteligible, ya sea susurrando las palabras, arrastrándolas o apurándolas al grado de que se hacen indescifrables y, lo que es peor, carentes de sentido. Una vez, cuando expresé esa opinión en un programa de radio, me reprendió un radioescucha diciéndome: “Aquellos que no entienden lo que dice Dylan son los que compraron malos lugares, los que han bebido demasiado, los que no conocen las canciones o los que están distraídos”. Puede ser, pero yo creo que al público le gusta oír lo que ya conoce, lo cual es algo que casi nunca se obtiene en los conciertos de Dylan, aun cuando uno pueda saberse las canciones por delante y por atrás.

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Y yo agregaría que cuenta mucho el lugar donde se lleva a cabo un concierto. Tal vez ahora, en el Auditorio Nacional, las cosas suenen bien porque “el Palacio de los rebotes”, que es un sitio terrible para escuchar a cualquier artista, fue ruinoso para Bob en 1991. Pero la verdad es que cuando se pone atención a las palabras de Dylan, él tiende a recompensar muy bien, sorprendiendo con algún giro inesperado o alterando la letra de una canción conocida para imprimirle un nuevo significado. Es más, al ir a ver en vivo al legendario artista hay que otorgarle el beneficio de la duda: si no se le entiende, debe haber una buena razón para que él mismo lo haga tan difícil.

Además, él nunca ha sido candidato para algún panteón de cantantes poderosos, aunque por su estilo —único e influyente— bien merecería ese honor. Lo que yo me pregunto es ¿cuánto tiempo más le durará su oxidado instrumento vocal? En su más reciente producción, Modern Times, su voz se escucha más nebulosa y nasal que nunca, pero Dylan afirma que no tiene intenciones de retirarse pronto. Yo pienso que el artista morirá sobre el escenario. Pero siempre existe la posibilidad de que un día de estos simplemente ya no podrá cantar. Como en el caso de cualquier otra leyenda del rock que ya pasa de los cincuenta años, cada concierto podría ser el último.

Porque los boletos para irlo a ver no son tan caros. De hecho, Dylan es uno de los artistas legendarios que cobra cantidades moderadas para que un público más amplio pueda verlo. Y eso es una buena noticia, no sólo para los fans del poeta sino también para los padres de familia que quieren llevar a sus hijos a que conozcan a uno de los grandes de todos los tiempos. Darles la posibilidad de poder decir que una vez escucharon temas como “Like a Rolling Stone”, “Blowin’ in the Wind”, “All Along the Watchtower”, “Mr. Tambourine Man”, “The Times They Are a-Changin”, “Lay Lady Lay”, “Just Like a Woman” o “It Ain’t me, Babe”, cantados en vivo por el mismo autor, es algo que debe considerarse.

Porque su influencia en la música popular es incalculable. Como compositor, Dylan ha sido pionero de distintas escuelas de composición en la música pop, desde el estilo del cantautor confesional hasta las narrativas alucinantes del fluir inconsciente. Como vocalista, él derribó la noción de que, para aparecer en escena, el cantante debía tener una voz convencionalmente buena, redefiniendo así el papel del intérprete en la música popular. Como músico, detonó el surgimiento de varios géneros del pop, incluyendo el folk-rock electrificado y el country-rock. Y esto es sólo una mínima parte del caudal de sus logros. La fuerza de Dylan se hizo evidente durante los años sesenta, época en la que estuvo en la cima de la popularidad —el viraje de Los Beatles hacia la composición introspectiva nunca se habría producido sin él— pero su influencia ha tenido eco a lo largo de varias generaciones subsecuentes.

Muchas de sus canciones se han consagrado como clásicos ya estándares, y sus mejores álbumes son modelos indiscutibles del canon rocanrolero. La influencia de Dylan en la música folklórica de su país tuvo igual fuerza, siendo pivote de cambios durante su evolución en el siglo veinte, cuando el género se alejó de las canciones tradicionales para orientarse hacia la perspectiva personal. Incluso durante los ochenta y noventa, cuando las ventas de sus discos declinaron, la presencia de este genial artista ha sido cuantiosa.

Porque logró el perdón para la “música del demonio”. Durante más de cuarenta años, el rock fue criticado y repudiado por la Iglesia, pero el 28 de septiembre de 1997, en Bolonia, Italia, Bob Dylan cantó ante el Papa Juan Pablo II cerrando con ello una página negra en la historia de la música popular.

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En el Congreso Eucarístico Nacional de Italia, el Papa escuchó la canción de Dylan “Blowin’ in the Wind”. Una de las estrofas de esta canción pregunta “cuántos caminos debe andar un hombre antes de convertirse en un hombre”. Juan Pablo II llegó incluso a parafrasear la canción, diciendo: “Ese camino es el de Cristo, quien afirmó: yo soy el Camino y la Vida. Las cuestiones de vuestra vida están soplando en el viento… Pero en el viento que sopla y en la voz del espíritu, y no en el viento que todo lo dispersa en los torbellinos en la nada”.

Luego apareció Bob. La ovación más amplia y sentida de la noche se la llevó él, todo vestido de negro y con sombrero tejano. Después de cantar dos temas, se quitó el sombrero y besó el anillo del Pontífice. Su guitarra y su voz conquistaron a las 400 mil personas presentes, muchas de las cuales antes se negaban a escucharle. Esa noche, con Bob Dylan como testigo, entre las nubes negras del pasado entró la luz del perdón para el rock a través de la sonrisa de Juan Pablo II.

Sí, Bob Dylan vuelve a México. Ojalá esta vez se encuentre con un público más sensible, el público que merece su categoría y su importancia, porque, como dijo Bruce Springsteen: “En nuestro tiempo, en cualquier gran música de rock que se hace hay siempre una sombra de Bob Dylan.

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