En 1941, en el porche de su casa, el músico Muddy Waters grabó una canción para el folclorista Alan Lomax. Después de entonar el tema que, según le dijo a ese colega, se titulaba "Country Blues", describió cómo lo había compuesto. «Lo hice más o menos el 8 de octubre del 38», dijo Waters. "Estaba reparando el neumático de un coche. Una chica me había maltratado. Estaba deprimido y la canción cayó en mi mente y vino a mí así nada más y empecé a cantarla". Entonces Lomax, que conocía la grabación de Robert Johnson "Walkin’ Blues», le preguntó a Waters si había otras canciones que usaran el mismo tono. "Hay algunos blues que suenan así", respondió Waters. "Esta canción viene de los campos de algodón y alguna vez un chico sacó un álbum –Robert Johnson–. Él la llamó “Walkin’ Blues”. Escuché el tono antes de oírla en el disco. Yo la aprendí de Son House". Con casi sólo una bocanada de aire, Waters ofreció cinco versiones. Su propia autoría: él «la creó» en una fecha específica. Luego la explicación «pasiva»: «Vino a mí así nada más». Después de que Lomax menciona el asunto de la influencia, Waters, sin empacho, reparos o trepidación alguna, dice que escuchó una versión de Johnson pero que su mentor, Son House, se la enseñó. A la mitad de esta complicada genealogía, Waters dice que esta canción "viene de los campos de algodón".
Los músicos de blues y jazz han vivido desde hace tiempo en una especie de cultura del «código abierto», en la que los fragmentos melódicos y las estructuras musicales preexistentes son vueltas a trabajar con libertad. La tecnología sólo ha multiplicado las posibilidades: los músicos han adquirido el poder de duplicar sonidos de manera literal y no sólo de aproximarse a través de alusiones. En Jamaica, durante los años setenta, King Tubby y Lee Scratch Perry deconstruyeron música grabada, para lo cual usaron un hardware que sorprendía por lo primitivo, predigital, y crearon lo que llamaron «versiones». La naturaleza recombinante de sus artefactos se extendió muy rápido a los disc jockeys de Nueva York y Londres. Ahora, un proceso interminable, gloriosamente impuro y en especial social genera incontables horas de música.
Collages de imágenes, sonidos y textos –que por siglos fueron tradiciones fugaces (un verso aquí, un pastiche folclórico allá), se volvieron incendiarios e importantes por igual para una serie de movimientos del siglo XX: futurismo, cubismo, Dadá, música concreta, situacionismo, arte pop y apropiacionismo. De hecho, el collage, común denominador de esa lista, puede ser considerado como la forma del arte del siglo XX y ni qué decir del XXI. Pero olvidemos por el momento las cronologías, escuelas o incluso los siglos. Al sumarse los ejemplos (la música de Igor Stravinski y Daniel Johnston; los cuadros de Francis Bacon y Henry Darger; las novelas del grupo Oulipo y de Hannah Crafts –quien saqueó Casa desolada, de Charles Dickens, para escribir The Bondwoman’s Narrative [Memorias de una esclava]–, así como textos apreciados que sorprenden a sus admiradores una vez que se descubren sus elementos «plagiados» (las novelas de Richard Condon o los sermones de Martin Luther King), es evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada son una suerte de sine qua non del acto creativo y recorren todas las formas y géneros en la esfera de la producción cultural.
En una escena de tribunal en Los Simpson, la discusión sobre la propiedad de los personajes animados Itchy y Scratchy escala hasta convertirse en un debate existencial sobre la naturaleza misma de las series animadas. «¡La animación se basa en el plagio!», declara el alterado productor de la caricatura dentro de la caricatura, Roger Meyers Jr. «Si nos quita el derecho de robar ideas, ¿de dónde saldrán éstas entonces?». Si los dibujantes nostálgicos no hubieran tomado préstamos de El Gato Félix, no existiría El show de Ren & Stimpy. Sin los especiales navideños de los animadores Arthur Rankin y Jules Bass y Charlie Brown, no existiría South Park. Y sin Los Picapiedra, Los Simpson dejarían de existir. Si éstas no parecen pérdidas esenciales, entonces tomemos en cuenta los plagios notables que relacionan a Píramo y Tisbe, de Ovidio; con Romeo y Julieta, de Shakespeare, y West side story, de Leonard Bernstein; o la descripción de Cleopatra que Shakespeare copió casi palabra por palabra de la Vida de Marco Antonio, de Plutarco, y que después también birló el poeta T. S. Eliot en La tierra baldía. Si éstos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio.
La mayoría de los artistas alcanza su vocación cuando sus dones innatos son despertados por el trabajo de un maestro. La mayoría de los artistas se convierten al arte por el arte mismo. Hallar tu propia voz no es sólo liberarte y purificarte de las palabras de otros, sino adoptar filiaciones, comunidades y discursos. La inspiración podría ser también «inhalar el recuerdo de un acto no vivido». La invención, hay que aceptarlo con humildad, no consiste en crear de la nada sino del caos. Todo artista conoce estas verdades, no importa cuán hondo esconda ese saber.
¿Qué ocurre cuando una alusión no es reconocida? Una mirada más atenta a La tierra baldía servirá de ejemplo. El cuerpo del poema de Eliot es un cóctel vertiginoso de citas, alusiones y escritura «original». Cuando él alude al «Protalamion», de Edmund Spenser, en el verso que dice «Dulce Támesis corre muy suave hasta que termine mi canción», ¿qué ocurre con los lectores para quienes el poema –ni siquiera uno de los más populares de Spenser– resulta poco familiar? (De hecho, ahora Spenser es conocido en buena cuenta porque Eliot lo utilizó). Hay dos respuestas posibles: atribuir el verso a Eliot o descubrir más tarde la fuente y entender el verso como un plagio. Eliot mostró no poca ansiedad sobre estos asuntos; las notas que añadió con mucho cuidado a La tierra baldía se pueden leer como un síntoma de las ansias de contaminación del modernismo. Visto desde ese ángulo, ¿qué es el posmodernismo sino modernismo sin ansiedad?
Los músicos de blues y jazz han vivido desde hace tiempo en una especie de cultura del «código abierto», en la que los fragmentos melódicos y las estructuras musicales preexistentes son vueltas a trabajar con libertad. La tecnología sólo ha multiplicado las posibilidades: los músicos han adquirido el poder de duplicar sonidos de manera literal y no sólo de aproximarse a través de alusiones. En Jamaica, durante los años setenta, King Tubby y Lee Scratch Perry deconstruyeron música grabada, para lo cual usaron un hardware que sorprendía por lo primitivo, predigital, y crearon lo que llamaron «versiones». La naturaleza recombinante de sus artefactos se extendió muy rápido a los disc jockeys de Nueva York y Londres. Ahora, un proceso interminable, gloriosamente impuro y en especial social genera incontables horas de música.
Collages de imágenes, sonidos y textos –que por siglos fueron tradiciones fugaces (un verso aquí, un pastiche folclórico allá), se volvieron incendiarios e importantes por igual para una serie de movimientos del siglo XX: futurismo, cubismo, Dadá, música concreta, situacionismo, arte pop y apropiacionismo. De hecho, el collage, común denominador de esa lista, puede ser considerado como la forma del arte del siglo XX y ni qué decir del XXI. Pero olvidemos por el momento las cronologías, escuelas o incluso los siglos. Al sumarse los ejemplos (la música de Igor Stravinski y Daniel Johnston; los cuadros de Francis Bacon y Henry Darger; las novelas del grupo Oulipo y de Hannah Crafts –quien saqueó Casa desolada, de Charles Dickens, para escribir The Bondwoman’s Narrative [Memorias de una esclava]–, así como textos apreciados que sorprenden a sus admiradores una vez que se descubren sus elementos «plagiados» (las novelas de Richard Condon o los sermones de Martin Luther King), es evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada son una suerte de sine qua non del acto creativo y recorren todas las formas y géneros en la esfera de la producción cultural.
En una escena de tribunal en Los Simpson, la discusión sobre la propiedad de los personajes animados Itchy y Scratchy escala hasta convertirse en un debate existencial sobre la naturaleza misma de las series animadas. «¡La animación se basa en el plagio!», declara el alterado productor de la caricatura dentro de la caricatura, Roger Meyers Jr. «Si nos quita el derecho de robar ideas, ¿de dónde saldrán éstas entonces?». Si los dibujantes nostálgicos no hubieran tomado préstamos de El Gato Félix, no existiría El show de Ren & Stimpy. Sin los especiales navideños de los animadores Arthur Rankin y Jules Bass y Charlie Brown, no existiría South Park. Y sin Los Picapiedra, Los Simpson dejarían de existir. Si éstas no parecen pérdidas esenciales, entonces tomemos en cuenta los plagios notables que relacionan a Píramo y Tisbe, de Ovidio; con Romeo y Julieta, de Shakespeare, y West side story, de Leonard Bernstein; o la descripción de Cleopatra que Shakespeare copió casi palabra por palabra de la Vida de Marco Antonio, de Plutarco, y que después también birló el poeta T. S. Eliot en La tierra baldía. Si éstos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio.
La mayoría de los artistas alcanza su vocación cuando sus dones innatos son despertados por el trabajo de un maestro. La mayoría de los artistas se convierten al arte por el arte mismo. Hallar tu propia voz no es sólo liberarte y purificarte de las palabras de otros, sino adoptar filiaciones, comunidades y discursos. La inspiración podría ser también «inhalar el recuerdo de un acto no vivido». La invención, hay que aceptarlo con humildad, no consiste en crear de la nada sino del caos. Todo artista conoce estas verdades, no importa cuán hondo esconda ese saber.
¿Qué ocurre cuando una alusión no es reconocida? Una mirada más atenta a La tierra baldía servirá de ejemplo. El cuerpo del poema de Eliot es un cóctel vertiginoso de citas, alusiones y escritura «original». Cuando él alude al «Protalamion», de Edmund Spenser, en el verso que dice «Dulce Támesis corre muy suave hasta que termine mi canción», ¿qué ocurre con los lectores para quienes el poema –ni siquiera uno de los más populares de Spenser– resulta poco familiar? (De hecho, ahora Spenser es conocido en buena cuenta porque Eliot lo utilizó). Hay dos respuestas posibles: atribuir el verso a Eliot o descubrir más tarde la fuente y entender el verso como un plagio. Eliot mostró no poca ansiedad sobre estos asuntos; las notas que añadió con mucho cuidado a La tierra baldía se pueden leer como un síntoma de las ansias de contaminación del modernismo. Visto desde ese ángulo, ¿qué es el posmodernismo sino modernismo sin ansiedad?
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