lunes, mayo 18, 2009

Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias. Escrito por Jonathan Lethem (Parte 6 - FINAL)

El conocimiento público sin descubrir lleva a cuestionar las afirmaciones extremas de originalidad hechas en la prensa y los informes de las compañías editoriales: ¿Es en verdad original una oferta intelectual o creativa? ¿O es que acaso sólo hemos olvidado a un valioso precursor? ¿Resolver ciertos problemas científicos requiere en efecto esa cantidad inmensa de fondos adicionales? ¿O quizá un buscador computarizado, programado con ingenio, puede hacer el mismo trabajo más rápido y más barato? ¿Nuestro apetito de vitalidad creativa necesita la violencia y la exasperación de otra vanguardia, con sus preocupantes imperativos parricidas? ¿O nos irá mejor al ratificar el éxtasis de las influencias, y al profundizar nuestro deseo de entender lo común y atemporal de los métodos y motivos disponibles para los artistas?

Hace algunos años, la Sociedad Fílmica del Lincoln Center anunció una retrospectiva del trabajo de Dariush Mehrjui, uno de los mejores cineastas de Irán. La posibilidad de ver su trabajo era –y es–- algo raro. Fui al norte de la ciudad para ver su adaptación de Franny y Zooey, de Salinger, a la que él tituló Pari, y descubrí en la puerta del cine que la función había sido cancelada. El solo anuncio había provocado una amenaza de demanda a la Sociedad Fílmica. Bajo la ley, los derechos de Salinger estaban en juego. Pero incluso así, ¿qué más importaba que un oscuro cineasta iraní le hubiera rendido homenaje con una meditación acerca de uno de sus personajes? ¿Habría dañado su libro o le habría robado una remuneración esencial si la función se hubiera permitido? El espíritu fecundo de vaga conexión –que atraviesa lo que en este momento es visto como la más extrema de las rupturas internacionales– había sido golpeado. La mano fría pero no muerta de uno de mis héroes literarios de la infancia se había estirado desde su retiro en Nueva Hampshire para detener mi curiosidad.

Cualquier texto que haya infiltrado el imaginario general con la magnitud de Lo que el viento se llevó, Lolita o el Ulises, se une de manera inexorable al lenguaje de la cultura. Ésta es un mapa vuelto paisaje y se ha movido a un lugar más allá del encierro o del control. Los autores y sus herederos deben considerar las consecuentes parodias, reflejos, citas o revisiones como un honor o, al menos, como el precio de un éxito sorprendente.

Una corporación que ha impuesto una referencia insalvable –como Mickey Mouse– en el lenguaje cultural debe pagar un precio similar.

El objetivo principal del copyright no es recompensar la labor de los autores sino «promover el progreso de las ciencias y las artes útiles». Para ello, garantiza a los autores los derechos sobre sus expresiones originales, pero alienta a los demás a construir con libertad y a basarse en las ideas y la información contenida en la obra. Este resultado no es ni injusto ni desafortunado.

El copyright contemporáneo, las marcas registradas y la ley de patentes están corrompidas. El caso del copyright perpetuo es la negación del carácter de obsequio que hay en el acto creativo.

El arte tiene fuentes. Los aprendices pastan en los campos de la cultura.

El sampleo digital es un método artístico como cualquier otro, y en sí mismo neutral.



A pesar de las satisfacciones que genera cada nuevo giro tecnológico –radio, televisión, Internet–, el futuro se parecerá mucho al pasado. Los artistas venderán unas cosas pero también regalarán otras. El cambio puede ser conflictivo para quienes desean menos ambigüedad, pero la vida de un artista nunca ha tenido certidumbres.

El sueño de una remuneración perfectamente sistemática carece de sentido. Yo pago la renta con el dinero que obtengo cuando mis palabras son publicadas en revistas impecables y, al mismo tiempo, las ofrezco por casi nada a revistas cuatrimestrales empobrecidas, o las lanzo gratis, al aire, en una entrevista de radio. ¿Cuánto valen entonces? ¿Cuánto valdrían si en un futuro Bob Dylan las utilizara para una canción? ¿Debería preocuparme por que eso sea imposible?

Cualquier texto está urdido por completo con citas, referencias, ecos y lenguajes que lo recorren de un lado al otro en una vasta estereofonía. Las citas que componen un texto son anónimas, no se pueden rastrear y, sin embargo, han sido leídas; son citas sin comillas. El alma, el origen –vayamos más atrás y digamos la sustancia, la materia palpitante y valiosa de todas las enunciaciones humanas– es el plagio. En esencia, todas las ideas son de segunda mano, tomadas consciente o inconscientemente de millones de fuentes externas, y usadas a diario por el recolector con el orgullo y la satisfacción que nace de la falsa creencia de que fue él quien las originó; mientras que no quedan en ellas rastros de originalidad, salvo por la mínima decoloración que obtienen de acuerdo a su calibre mental y moral, y al temperamento que revela las características de su fraseo. Por necesidad, por deleite, todos citamos. Si nos cortamos y pegamos a nosotros mismos, ¿no podríamos permitir y perdonar que ocurra lo mismo con nuestras obras de arte?

Los artistas y los escritores –y nuestros partidarios, gremios y agentes– muy a menudo suscribimos reclamos implícitos de originalidad que lesionan estas verdades. Y muchas veces, como tacaños y cuenta anécdotas en la empresita de nosotros mismos, actuamos para malograr la porción de regalo que hay en nuestros papeles privilegiados. La gente que trata parte de su riqueza como un regalo vive de manera diferente. Si devaluamos y oscurecemos la función de la economía del regalo convertimos nuestras obras en mera publicidad para sí mismas. Podemos consolarnos al considerar que nuestra lujuria por los derechos subsidiarios a perpetuidad virtual es una postura heroica contra los intereses rapaces de las corporaciones. Aunque la verdad es que con los artistas jalando de un lado y las corporaciones del otro, quien pierde es el imaginario colectivo del que nos nutrimos, en primer lugar, y cuya existencia –en tanto último repositorio de nuestras ofertas– vuelve valioso el trabajo.

Como novelista, soy un corcho que flota en el océano del relato, una hoja en un día de viento. Pronto la corriente me soplará. Mientras tanto, estoy agradecido por vivir de ello y por lo tanto pido que por un tiempo limitado (en el sentido de Thomas Jefferson) los demás respeten mis pequeños y valiosos «usomonopolios». No pirateen mis ediciones; aprovechen mis visiones. El juego se llama «Da todo». Tú, lector, eres bienvenido en mis historias. En primer lugar, nunca fueron mías, pero ya te las di. Si deseas recogerlas, tómalas con mi bendición...

2 comentarios:

Condesa de Belflor dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Condesa de Belflor dijo...

York, muchas gracias por este texto. No lo encontraba en español y quería leerlo hace tiempo. Es iluminador. Gran trabajo el de contribuir a su difusión.
También, claro, te invito a que te pases por mi blog (de cine): pundonoryrecato.blogspot.com

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