domingo, mayo 17, 2009

Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias. Escrito por Jonathan Lethem (Parte 4)

Hace algunos años alguien me trajo un regalo extraño de la tienda de diseño del Museum of Modern Arts, en Nueva York: un ejemplar de mi primera novela, Gun, With Occasional Music [Pistola con música ocasional], que había sido recortada según el contorno de un arma. El objeto era de Robert The, un artista especializado en la reencarnación de materiales ordinarios. Considero a mi primer libro como a un viejo amigo, algo que nunca deja de recordarme el espíritu con el que entré en este juego del arte y el comercio. (Que permitieran insertar los materiales de mi imaginación en los estantes de las librerías y en las mentes de los lectores –si bien sólo un puñado– era un privilegio inmenso). Me pagaron seis mil dólares por tres años de escritura, pero en aquel momento con toda felicidad yo habría publicado ese trabajo a cambio de nada. Ahora mi viejo amigo había regresado a casa con una nueva forma, una que jamás habría imaginado. El libro-pistola era ilegible, claro, pero no podía ofenderme por ello. El espíritu fértil de lejana conexión que este objeto-apropiado me transmitía –la extraña belleza de su segundo uso– era una recompensa por ser un autor publicado como nunca habría esperado serlo. El mundo le abre espacio a mi novela y al libro-pistola de Robert The. No hay necesidad de elegir entre las dos.

En la primera vida de la propiedad creativa, si el autor tiene suerte, su obra es vendida. Después de que termina la vida comercial, nuestra tradición permite una segunda vida. Un periódico es enviado a domicilio y al día siguiente envuelve pescado o se suma a un archivo. La mayoría de los libros salen de circulación después de un año, y a pesar de ello pueden seguir vendiéndose en librerías de segunda mano y ser almacenados en bibliotecas, citados en reseñas, parodiados en revistas, descritos en conversaciones y desmenuzados para servir como disfraces de niños en Halloween. La frontera entre varios usos posibles es difícil de definir; más aun cuando los artefactos destilan y repercuten en el mundo de la cultura al que han entrado; e incluso más cuando atrapan a las mentes receptivas para quienes fueron creados.

La lectura activa es un asalto impertinente a los dominios literarios. Los lectores son como nómadas recolectores que cazan en campos ajenos –los artistas son incapaces de controlar el imaginario de su público igual que la industria cultural no puede controlar los segundos usos de sus artefactos–. En el clásico infantil El conejo de felpa, el caballo anciano instruye al conejo sobre la caza furtiva de textos. El valor de un nuevo juguete no reside en sus cualidades físicas (no en las «cosas que zumban en tu interior y en la manivela»), explica el caballo, sino en cómo se usa el juguete. «Lo real no es cómo estás hecho… Es algo que te sucede. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que de verdad te ama, entonces te vuelves real». El conejo tiene miedo al reconocer que los bienes de consumo no se vuelven «reales» hasta que no se retrabajan activamente: «¿Duele?». Para tranquilizarlo, el caballo dice: «No todo sucede al mismo tiempo. Llegas a ser. Toma tiempo. Por lo general, para cuando eres real ya has perdido la mayor parte de tu pelo a causa de tanto amor, y tus ojos se caen y se te han aflojado las costuras». Desde la perspectiva del juguetero, las costuras flojas y los ojos extraviados de El conejo de felpa representan el vandalismo, señales de un uso rudo y de malos tratos; para otros, éstas son las huellas de un uso amoroso.

Los artistas y sus seguidores que caen en la trampa de buscar recompensa por cada posible segundo uso de sus obras, terminan por atacar a sus seguidores más fieles por el crimen de exaltar su trabajo. Que la Asociación Estadounidense de la Industria Discográfica demande a su público comprador de discos tiene tan poco sentido como que los novelistas se irriten ante un ejemplar usado de sus libros que deben autografiar para los coleccionistas. Y los artistas, o sus herederos, que caen en la trampa de atacar a los que hacen collages, a los satiristas y a los sampleadores digitales de su trabajo, están atacando a la siguiente generación de creadores por el delito de dejarse influir, por el crimen de responder con la misma mezcla de intoxicación, resentimiento, lujuria y embeleso que caracteriza a todo sucesor de un artista. Cuando lo hacen, reducen el mundo; traicionan lo que considero como la motivación primaria para participar en el ámbito de la cultura: hacer el mundo más grande.



La compañía Walt Disney ha completado su sorprendente catálogo con el trabajo de otros: Blancanieves y los siete enanos, Fantasía, Pinocho, Dumbo, Bambi, La canción del sur, Cenicienta, Alicia en el país de las maravillas, Robin Hood, Peter Pan, La dama y el vagabundo, Mulán, La bella durmiente, La espada en la piedra, El libro de la selva y, ay, El planeta del tesoro. Se trata de un legado de retaceo cultural que podría empequeñecer a Shakespeare. Pero los lobbies de Disney han custodiado sus archivos de materiales culturales derivados con un celo casi militar (amenazaron con iniciar acciones legales contra e1 artista Dennis Oppenheim por el uso de personajes de Disney en una escultura y le prohibieron a la académica Holly Crawford usar imágenes alusivas a Disney –incluyendo la obra de Lichtenstein, Warhol, Oldenburg y otros artistas– en una monografía sobre la empresa y el arte contemporáneo).

Este hecho peculiar y específico –el enclaustramiento de la cultura común para beneficio de un dueño solitario o corporativo– es pariente de lo que puede llamarse «plagio imperial»: el libre uso de creaciones y estilos «primitivos» o del Tercer Mundo por parte de artistas más privilegiados (y mejor pagados). Ahí están «Las señoritas de Avignon», de Picasso, o algunos álbumes de Paul Simon o de David Byrne. El poeta estadounidense Kenneth Koch dijo una vez: «Soy un escritor al que le gusta ser influenciado». Una confesión encantadora y rara. Para muchos artistas el acto creativo es una imposición napoleónica de la unidad personal sobre el universo. Y por cada James Joyce o Martin Luther King o Walt Disney que reunieron una constelación de voces en su trabajo, parece existir una corporación o un albacea literario que ansía cerrar la botella: las deudas culturales fluyen hacia dentro, pero no en sentido opuesto. Podemos llamar a esta tendencia «hipocresía de las fuentes». O la podemos nombrar según la hipocresía de las fuentes más perniciosa de todos los tiempos: Disnegación.

Comprendo al lector que puede estar a punto de gritar: «¡Comunista!». Una sociedad grande y diversa no puede supervivir sin propiedad; una sociedad grande, moderna y diversa no puede florecer sin alguna forma de propiedad intelectual. Sólo se necesita reflexionar un poco para entender que hay muchos valores que el término propiedad no envuelve. Las obras de arte existen a la vez en dos economías: una economía de mercado y una economía del regalo.

La diferencia fundamental entre el intercambio de mercancías y el de regalos es que éstos establecen un lazo sentimental entre dos personas. La venta de una mercancía, por el contrario, no establece necesariamente conexión alguna. Voy a una ferretería, le pago al encargado por una sierra y salgo del local. Puedo no volver a verlo. La desconexión es una virtud de las mercancías. No queremos que nos molesten y, si el empleado quiere charlar sobre la familia, compraré en cualquier otro lugar. Sólo quiero una sierra. Un regalo, por el contrario, establece una conexión. Por ejemplo, el dulce o el cigarrillo que se ofrece al extraño que viaja en el asiento próximo en el avión, las frases breves que señalan los buenos deseos entre dos pasajeros en un autobús en turno de noche. Estos obsequios establecen los lazos más simples, pero el modelo que ofrecen se extiende a las uniones más complicadas –matrimonio, paternidad, tutoría–. Si a estos intercambios se les asigna un valor (con frecuencia desigual), degeneran en otra cosa.

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