lunes, mayo 18, 2009

Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias. Escrito por Jonathan Lethem (Parte 5)

Una de las cosas más difíciles de comprender es que las economías del regalo –como las que se basan en el software de código abierto– conviven de manera tan natural con el mercado. Es esta duplicidad de las prácticas artísticas la que debemos identificar, ratificar y encumbrar como miembros de la cultura, ya sea como «productores» o «consumidores». El arte que nos interesa –el que mueve el corazón, o que revitaliza al alma, o que deleita los sentidos, o que infunde coraje para vivir, o como sea que se quiera describir la experiencia– es recibido como un regalo. Incluso si hemos pagado una cantidad al ingreso del museo o del auditorio, cuando una obra de arte nos conmueve, algo que no tiene nada que ver con el precio llega hacia nosotros. El comercio de nuestra vida diaria procede según su propio y constante ritmo, pero un obsequio transmite un excedente de inspiración que no se puede convertir en una mercancía.

La manera en que tratamos una cosa puede cambiar su naturaleza. A menudo las religiones prohíben la venta de objetos sagrados, pues el comercio desvanece la santidad de las cosas. Son inaceptables la venta de sexo, bebés, órganos del cuerpo, derechos legales y votos. La idea de que algo jamás podrá volverse una mercancía se conoce, por lo general, como inalienabilidad. Una obra de arte parece ser de un carácter más rudo: puede ser vendida en el mercado y continuar siendo una obra de arte. Pero si es cierto que en lo esencial del comercio del arte éste transfiere un regalo del artista a su audiencia, si estoy en lo correcto al afirmar que donde no hay regalo no hay arte, entonces es posible destruir una obra al convertirla en pura mercancía. No digo que el arte no pueda ser comprado y vendido, sino que ese regalo que subyace en la obra impone una restricción al mercadeo. Por esta razón un anuncio muy bello, ingenioso y poderoso (de los muchos que hay) nunca podrá ser una obra de arte de tipo real: un anuncio no tiene estatus de regalo: nunca es para la persona a la que se dirige.

Para los expertos del mercado cultural es difícil comprender el poder de una economía del regalo. La retórica del mercado presume que todo debe y puede ser vendido, comprado y poseído –una marea de alienación que salpica a diario el reducto menguante de la inalienabilidad–. En la teoría del libre mercado, intervenir para detener la compra de propiedades es un acto «paternalista», porque inhibe la libre acción del ciudadano, ahora considerado como un «emprendedor en potencia». En el mundo real, por supuesto, sabemos que la crianza de hijos, la vida familiar, la educación, la socialización, la sexualidad, la vida política y muchas otras actividades humanas básicas exigen apartarse de las fuerzas del mercado.

Lo que destaca en las economías del regalo es que pueden florecer en los lugares menos pensados –barrios venidos a menos, internet, comunidades científicas y hasta entre miembros de Alcohólicos Anónimos–. Un ejemplo clásico son los bancos de sangre comerciales que, por lo general, guarda sangre de repuesto de baja calidad, pureza y de menor seguridad que la sangre de los sistemas voluntarios. Una economía del regalo puede ser superior cuando mantiene el compromiso del grupo con valores extramercantiles.



Otra manera de entender la presencia de las economías del regalo –que se instalan como fantasmas en la maquinaria comercial– es en el sentido que tiene un bien público. Éste, por supuesto, lo es todo, desde las calles por las que conducimos, los cielos por los que llevamos los aviones o los parques públicos y las playas donde pasamos el tiempo. Un bien público le pertenece a todos y a nadie, y su uso es controlado por el consentimiento general. Un bien público comprende recursos como las fuentes de música antigua que nutren por igual a compositores y músicos folclóricos (y no los productos como «Happy Birthday to You», tema por el cual la Asociación Estadounidense de Compositores, Autores y Publicistas obtiene regalías más de un siglo después de creación). La teoría de la relatividad de Einstein es un bien público. Los escritos en el dominio público son bienes públicos. Los chismes sobre las celebridades son un bien público. El silencio en una sala de cine es un bien público transitorio, frágil y valorado por los que lo quieren y construido como un regalo mutuo por aquellos que lo componen.

El mundo de la cultura y el arte conforman un vasto bien público, uno que está salpicado de zonas de comercio total, pero que se mantiene inmune, de manera gloriosa, a una mercantilización general. Su mayor semejanza es con el lenguaje, el cual es alterado por cada uno de los contribuyentes y expandido hasta por el usuario más pasivo. Que un lenguaje sea un bien público no quiere decir que la comunidad sea su propietaria; nadie lo posee, ni siquiera la sociedad en su conjunto.

Casi todo bien público puede ser invadido, dividido o encerrado. Los bienes públicos estadounidenses comprenden activos tales como bosques estatales y yacimientos minerales; riquezas intangibles como las patentes y los derechos de autor; infraestructuras críticas como internet y la investigación estatal; y recursos culturales como las ondas de transmisión y el espacio público. Incluye recursos por los que los contribuyentes pagan o que éstos han heredado de generaciones anteriores. No sólo se trata de un inventario de activos comerciables; son instituciones sociales y tradiciones culturales que definen a los ciudadanos y los animan como seres humanos. Algunas invasiones del bien público son sancionadas porque dejamos de tener un compromiso vivaz con el sector público. El abuso pasa inadvertido porque el robo del bien público sólo es visto a través de chispazos, no como un panorama. A veces podemos ver que un antiguo pantano ha sido pavimentado; escuchamos sobre el medicamento de vanguardia contra el cáncer que nuestros impuestos ayudaron a desarrollar y cuya patente la compró una empresa farmacéutica por muy poco. Las movidas más grandes pasan con sigilo, sin que casi se nombre la noción de materiales culturales como bienes públicos.

Honrar el bien público no es un asunto de exhortaciones morales. Es una necesidad práctica. Occidente atraviesa por un periodo en que se intensifica la creencia en la propiedad privada en detrimento del bien público. Debemos mantenernos en constante vigilancia para prevenir asaltos por parte de quienes podrían explotar la herencia pública de manera egoísta y para su propio peculio. Estos asaltos a los recursos naturales no son ejemplo de empresa ni de iniciativa. Son intentos de aprovecharse de todos para el beneficio de unos pocos.

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