Los surrealistas creían que los objetos poseían una cierta aunque indefinida intensidad que había sido aplacada por el uso diario y la utilidad. Se encomendaron a reanimar esta intensidad latente, a contactar sus mentes otra vez con la materia que componía su mundo. La máxima de André Breton («Bello como el azaroso encuentro de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones») expresa la fe en que la simple colocación de objetos en contextos
inesperados revigoriza sus cualidades misteriosas.
Esta «crisis» que los surrealistas identificaron fue diagnosticada al mismo tiempo por otros. El filósofo Martin Heidegger argumentaba que la esencia de la modernidad radicaba en una orientación tecnológica particular que él llamó «encasillamiento». Esta tendencia nos lleva a ver los objetos de nuestro entorno sólo en términos de cómo pueden servirnos o cómo podemos usarlos. Para Heidegger la tarea consiste en encontrar nuevas maneras de situarnos a nosotros mismos vis-à-vis con esos «objetos», de manera que podamos apreciarlos como «cosas» puestas en relieve contra el terreno de su funcionalidad. El arte, según él, tenía el potencial de revelar la esencia misma de las cosas: su «cosidad».
Los surrealistas comprendieron que la fotografía y el cine podían realizar este proceso de reanimación de manera automática; el proceso de enfocar objetos en una lente a menudo era suficiente para crear el efecto que buscaban. La cámara se enfoca en «detalles escondidos de objetos familiares» –decía Walter Benjamin– y revela «por completo nuevas formaciones estructurales del sujeto».
Muy temprano en la historia de la fotografía algunas decisiones judiciales pudieron haber alterado el curso de ese arte: se preguntó a las cortes si es que el fotógrafo necesitaba una autorización antes de capturar e imprimir una imagen. ¿Acaso el fotógrafo que retrataba a una persona o a un edificio les robaba o pirateaba a éstos algo que tuviera un valor certificable y privado? Esas primeras decisiones favorecieron a los piratas. Del mismo modo que Walt Disney pudo inspirarse en El héroe del río, de Buster Keaton, en los hermanos Grimm o en los ratones reales, el fotógrafo debe ser libre de capturar una imagen sin compensar a la fuente. El mundo que se encuentra frente a nuestros ojos gracias a las lentes de una cámara fue considerado –con excepciones menores– como una suerte de propiedad común, donde un gato puede mirar a un rey.
Nací en 1964. Crecí viendo Capitán Kangaroo, alunizajes, billones de comerciales de televisión, Los banana splits, M*A*S*H y el Show de Mary Tyler Moore. Nací con palabras en la boca –Xerox, por ejemplo–, -nombres-objeto tan fijos y eternos en mi logósfera como taxi y cepillo de dientes. El mundo es un hogar lleno de productos de la cultura popular y sus emblemas. También vengo de la época inundada por parodias que sustituían a los originales, entonces desconocidos para mí. Conocí a los Monkees antes que a los Beatles, a Belmondo antes que a Bogart. No soy el único que ha nacido en un entorno incoherente de textos, productos e imágenes: el ámbito cultural y comercial con el que hemos borrado y suplido nuestro mundo natural. No puedo llamarlo mío más de lo que podría llamar mías las banquetas o los bosques del planeta e incluso así habito en él, y para tener una oportunidad como artista o ciudadano probablemente debería poder nombrarlo. Consideremos El cinéfilo, de Walker Percy:
«Otras personas, según he leído, atesoran momentos memorables en sus vidas: la vez que escalaron el Partenón al amanecer, la noche de verano que conocieron a una chica solitaria en Central Park y lograron una relación natural y tierna con ella, como dicen los libros. Yo también conocí a una chica en Central Park, pero no hay mucho que recordar. Lo que recuerdo es cuando John Wayne mató a tres hombres con una carabina mientras caía a la calle sucia en La diligencia y la vez que el gatito encontró a Orson Welles en la puerta en El tercer hombre».
Ahora, cuando podemos comer texmex con palitos chinos mientras escuchamos reggae y vemos en YouTube una retransmisión de la caída del muro de Berlín –y cuando casi todo nos parece familiar–, no sorprende que parte del arte más ambicioso de la actualidad trate de convertir lo cotidiano en algo extraordinario. Al hacerlo, al reimaginar lo que la vida humana puede ser por encima de las grietas de la ilusión, mediación, demografía, marketing, el imago y la apariencia, los artistas están paradójicamente tratando de restaurar lo que se toma por real en tres dimensiones, y de reconstruir un mundo unívoco y redondo a partir de corrientes disparatadas de vistas planas.
Cualquiera sea el castigo o cargo por falta de gusto o violación de una marca registrada que se asocien con la apropiación artística del ambiente mediático en el que nos movemos, la alternativa (espantarnos o bien escaparnos a una torre de marfil de irrelevancia) es mucho peor. Los signos nos rodean; nuestro imperativo es no ignorarlos.
Que la cultura puede ser propiedad –propiedad intelectual– es una idea que se emplea para justificarlo todo, desde intentos para obligar a las Girl Scouts a pagar impuestos por cantar canciones alrededor de la fogata, hasta la demanda que entablaron los herederos de la escritora Margaret Mitchell (autora de Lo que el viento se llevó) contra los editores de la parodia The Wind Done Gone [El viento ya se fue], de Alice Randall. Corporaciones como Celera Genomics han solicitado patentes para genes humanos, mientras que la Asociación Estadounidense de la Industria Discográfica de América ha demandado a quienes descargan música de internet por violar los derechos de autor y ha conseguido arreglos fuera de tribunales por miles de dólares con personas acusadas que tienen hasta doce años de edad. La Asociación Estadounidense de Compositores, Autores y Publicistas desangra a los propietarios de tiendas por poner música de fondo en sus negocios; estudiantes y académicos son desalentados de fotocopiar libros. Al mismo tiempo, los derechos de autor son reverenciados por la mayoría de escritores y artistas más renombrados como derecho de nacimiento y bastión: la fuente de cuidados para sus prácticas infinitamente frágiles en un mundo tan rapaz. El plagio y la piratería, después de todo, son los monstruos que los artistas en actividad aprendemos a temer, ya que acechan nuestras pequeñas parcelas de renombre y remuneración.
Una época se define no tanto por las ideas que se discuten en ella como por aquellas ideas que se dan por sentadas. El carácter de una era pende de lo que no precisa defensa. Pocos cuestionamos la construcción contemporánea de los derechos de autor. Se considera que es una ley tanto en el sentido de ser un absoluto moral reconocido a nivel universal –como la ley contra el asesinato– cuanto porque es algo inherente al mundo por naturaleza –como la ley de gravedad–. De hecho, no es ni lo uno ni lo otro. El derecho de autor es una negociación social permanente, forjada con tenacidad, revisada sin fin e imperfecta en cada una de sus encarnaciones.
El presidente Thomas Jefferson, por ejemplo, consideraba que el derecho de autor era un mal necesario. Él aprobaba proveer sólo los incentivos suficientes para la creación, nada más, y permitir que las ideas fluyeran libremente, como la naturaleza deseara. Su concepción del copyright se plasmó en la Constitución, que concede al Congreso la autoridad de «promover el progreso de la ciencia y las artes útiles asegurando que los autores e inventores tengan, por tiempo limitado, los derechos exclusivos de sus respectivos escritos o descubrimientos». Se trataba de un acto de equilibrio entre los creadores y la sociedad en su conjunto; los que vinieran después podrían hacer un mejor trabajo que los que crearon la idea original.
Pero la visión de Jefferson no tuvo un futuro tan bueno; de hecho, ha sido erosionada por aquellos que ven la cultura como un mercado donde cualquier bien debe tener un dueño. Ahora cada acto creativo en un medio tangible está sujeto a la protección del derecho de autor: los correos electrónicos que envías a tu hijo o las pinturas que éste ha hecho con los dedos están protegidos de manera automática. El primer Congreso que otorgó derechos de autor concedió a los titulares un periodo de catorce años, que podía ser renovado por otros catorce si el autor aún vivía. Ahora el plazo cubre la vida del autor más setenta años. Es una pequeña exageración decir que cada vez que Mickey Mouse está a punto de pertenecer al dominio público, la cobertura de derechos de autor se extiende.
Incluso cuando la ley se vuelve más restrictiva, la tecnología exhibe esas restricciones como bizarras y arbitrarias. Cuando las leyes antiguas fijaron la reproducción como la unidad de compensación (o de ejecución), no fue porque no hubiera nada violatorio de los derechos de autor en el acto de copiar. Ocurrió porque en algún momento las copias fueron fáciles de encontrar y de contar; de esta manera eran un buen punto de referencia para determinar cuándo los derechos del propietario habían sido invadidos. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, el «copiar» no equivale, en ningún sentido significativo, a una violación –hacemos una copia cada vez que aceptamos un texto enviado por correo electrónico, o cuando lo enviamos o reenviamos–, y es imposible regularlo o incluso describirlo.
En el cine, las películas vienen precedidas por un infame trailer producido por un lobby llamado la Asociación Cinematográfica de EE.UU., donde se iguala la compra de una película pirata de Hollywood con el robo de un coche o de una cartera –«¡Usted no robaría una cartera!», dicen los subtítulos–. Esta comparación es una invitación para dejar de pensar. Si yo le dijera que piratear un DVD o descargar música no se diferencian en nada al hecho de prestarle un libro a un amigo, desde un punto de vista ético mis argumentos estarían en bancarrota tan igual como los de esa organización cinematográfica. La verdad reside en algún lugar de esa área gris entre las dos posturas sobredimensionadas. Un auto o una bolsa, una vez que han sido robados, dejan de estar disponibles para sus dueños; mientras que la apropiación de un artículo de «propiedad intelectual» deja el original intacto. Como escribió Jefferson: «Aquel que recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; así como quien enciende su mecha con la mía, recibe luz sin oscurecerme».
Aun así, las industrias de capital cultural, que se benefician no de la creación sino de la distribución, ven la venta de cultura como un juego de suma cero. Los editores de rollos de pianola temen a las disqueras, y éstos temen a los productores de cintas, quienes temen a los vendedores en línea, quienes temen a quien sea que siga en la cadena para beneficiarse más rápido con los frutos intangibles y reproducibles al infinito de un artista. Ha ocurrido lo mismo en cada industria y con cada innovación tecnológica. Jack Valenti, en representación de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos, dijo: «La videocasetera es al productor de películas y al público estadounidense lo que el estrangulador de Boston a una mujer sola en su casa».
Pensar con claridad demanda algunas veces desenredar nuestro lenguaje. La palabra copyright puede parecer tan sospechosa en sus propósitos recónditos como «valores familiares», «globalización» y, claro, «propiedad intelectual». El copyright no es un derecho en un sentido absoluto; es un monopolio que el Estado otorga para el uso de los resultados creativos. Tratemos de llamarlo así –no derecho sino monopolio sobre el uso: usomonopolio– y consideremos cómo la expansión voraz de los derechos de monopolio siempre ha estado contra el interés público, sin importar si se trata del empresario Andrew Carnegie controlando el precio del acero o de Walt Disney administrando el destino de su ratón. Si el beneficiario del monopolio es un artista vivo o algunos de sus herederos o los accionistas de una corporación, quien pierde es la comunidad, incluidos los artistas vivos que podrían hacer un uso espléndido de un saludable dominio público.